Leer El Mundo según Monsanto

Marie Monique Robin escribió este libro que denuncia hechos demasiado graves para la vida. En la Argentina desapareció de las librerías. Aquí tomo párrafos, como para poner en evidencia un problema que nos toca a todos. Demasiado de cerca.

domingo, 21 de febrero de 2016

Estética verde oscuro: las consecuencias políticas de la sojización argentina





El rey de la soja, Gustavo Grobocopatel se defínía como un sin tierra y sin capital, tal como si fuera un desposeído campesino brasileño durante una entrevista en el diario La Nación en 2007. Monsanto, principal responsable de la contaminación de tierras y aguas en el mundo y gestor del modelo de agricultura intensiva con base de soja en el informe de sus actividades que puede verse en su página web no utiliza una sola vez la palabra veneno. Aapresid, Asociación Argentina de productores en Siembra Directa, fue la responsable del contrabando de soja transgénica a Paraguay y a Brasil y del desmonte de millones de hectáreas en esos países. Mauricio Macri y su equipo de gobierno durante sus primeros tres meses de gestión nunca han hablado de despidos en el Estado. Grobocopatel dice que lo único que posee es capacidad para gerenciar. Monsanto apunta que la empresa busca ayudar a paliar el hambre en el mundo. Aapresid establece que su objetivo principal es la conservación del suelo. El gobierno de Macri insiste en que el eje de sus políticas es bajar la inflación y crea trabajo con el objetivo de llegar a la pobreza cero. Decenas de gerentes como Grobocopatel, con una trayectoria exitosa (?) en la actividad privada, ocupan los principales puestos de decisión. Es posible decir que las consecuencias políticas de 30 años de sojización en la Argentina han logrado establecer una estética con lógicas propias. Bienvenidos a la estética verde oscuro, un tiempo que viene desde hace tiempo pero que ha logrado en estos tres meses alcanzar su zenit.



Es posible afirmar que a lo largo de la historia de la humanidad ha habido miles de casos similares a los citados. Es decir eso de no llamar a las cosas por su nombre, a ocultar información con fines específicos. Claro que la historia de Monsanto está plagada de estos casos. “A modo de antecedente, los militares de EE.UU. utilizaron el agente naranja de 1961 a 1971 para salvar las vidas de soldados de EE.UU. y sus soldados aliados  deshojando la densa vegetación en las selvas de Vietnam y por lo tanto reduciendo las posibilidades de una emboscada.”, dice la página de su filial argentina de la empresa norteamericana hoy. Sin embargo, la utilización del agente naranja como parte de la guerra química de los Estados Unidos en aquel lejano oriente dejó según la Cruz Roja Vietnamita más de 400 mil personas muertas, 500 mil fetos con malformaciones y más de tres millones de personas afectadas. Estas cifras no tienen en cuenta los casi 300 mil soldados norteamericanos que sufrieron las mismas consecuencias. Sin embargo, el negocio de la guerra compra silencios y vidas. En 1984 la empresa fue condenada por un juzgado de Nueva York a pagar 180 millones de dólares en concepto de daños y perjuicios a ex combatientes norteamericanos en Vietnam y sus familiares. Las ganancias habían sido largamente superiores. El 16 de octubre próximo, cincuenta años después, Monsanto será juzgada por crímenes de lesa humanidad en el Tribunal de La Haya.



Agente naranja



El agente naranja estaba compuesto en un 50 por ciento por 24D y un 50 por ciento de 2,4,5-T (2,4,5-ácido triclorofenoxiacético), un elemento que contiene dioxina. Un nanogramo, es decir, la milésima parte de un gramo de dioxina puede matar o causar cáncer y muerte a un ser humano. Las consecuencias en Vietnam siguen siendo devastadoras, aún hoy. Sin embargo, el 24D aún se utiliza en países como la Argentina como parte del paquete tecnológico incluido entre las múltiples aplicaciones de agrotóxicos necesarias para lograr altos rindes de soja y otros productos transgénicos para el consumo humano.



Es posible que Crisitina Fernández de Kirchner utilizara la misma lógica simbólica que Monsanto, es decir lo que llamo estética verde oscuro, cuando en medio del conflicto por la apropiación del excendente generado por la producción de soja en 2008  espetó su famoso, “ese yuyito”, para referirse a la soja. Mirando en perspectiva, su gobierno se aprovechó del modelo extractivita, basado principalmente en la explotación intensiva de los recursos naturales, para generar poder y realizar una tibia inclusión social, que, a la vista de los procesos neoliberales anteriores pareció una verdadera panacea en medio de tierras arrasadas por décadas. Algo ocultaba su famosa frase sobre “el yuyito”: eran los pactos con las grandes multinacionales agroexportadoras en donde se garantizaban ganancias exorbitantes a cambio de que una buena porción de esas ganancias quedaran para el Estado que, en muchos casos, fueron utilizadas en procesos genuinos de reconstrucción del tejido social destrozado durante la década menemista y de la fallida gestión de la Alianza. Los supuestos grandes perdedores del modelo de sojización parecían ser los pequeños productores que pusieron sus pequeños tractores en las rutas junto a las grandes maquinarias utilizadas por los pools de siembra y sus otrora enemigos de la Sociedad Rural.



Externalidades



El modelo de producción de soja en la Argentina básicamente se implanta sobre dos pilares, la apropiación individual de una renta en muchos casos extraordinaria y, a su vez, la socialización de externalidades negativas. La naturalización de la propiedad privada del suelo y en, los últimos años, de las semillas no nos puede hacer olvidar que el suelo es una propiedad común de toda una sociedad que el Estado asigna bajo la forma de propiedad privada a algunas personas que, ya sea por su especialización productiva o por una cuestión de oportunismo histórico, pudieron hacerse de él. En el caso de la Argentina, el exterminio del indio en la zona pampeana fue financiado por un grupo de comerciantes y terratenientes que, como premio menor, se hicieron de grandes extensiones de tierra a precios irrisorios y que, como premio mayor, se convirtieron en la clase oligárquica que manejo por décadas los destinos políticos y económicos del país.



El Grito de Alcorta, en 1912 puso en vilo algunas cuestiones sobre la tenencia de la tierra. Así, con el correr del tiempo, miles de pequeños chacareros dejaron de arrendar a los grandes propietarios que habían financiado la campaña de Julio Argentino Roca, para apropiarse de la tierra y del excedente de las cosechas. Así nació la Federación Agraria Argentina, en aquel tiempo en abierta oposición a la Sociedad Rural, que representaba a los grande propietarios, a su vez, arrendatarios. Claro que el conflicto de 2008 los puso a todos del mismo lado.



Cuando Grobocopatel decía que no tenía ni capital, ni tierra, ni trabajo, no mentía. Tampoco decía la verdad. Estética verde oscuro. La lógica de los pools de siembra es simple: se arriendan grandes extensiones de campos en diversas zonas mitigando de esta manera el riesgo climático, se tercerizan las labores de siembra, laboreo y cosecha y se utilizan grandes cantidades de capital de cualquier origen a través de fideicomiso. Este proceso iniciado a mediados de los 90 bajo el impulso menemista, incluyó el arriendo de campos de miles de pequeños productores. Fueron los hijos de quienes arrendaban los campos para sembrar y apenas subsistir los que se convirtieron, con el nuevo sistema productivo, en arrendatarios y rentistas sin más ocupación aparente que dedicarse a cuidar el dinero que otros le proveían. Cuando el pequeño productor vio amenazada su renta por la histórica y fallida 125 se cambió rápidamente de vereda. Y como la memoria no es un bien social preciado en la Argentina Sociedad Rural y Federación Agraria se sentaron en la misma mesa. Y bebieron el mismo veneno.



La grieta



La llegada de los pools de siembra mutiló y llevó al olvido las antiguas formas de empleo en el corazón de la pampa húmeda argentina. Entre las “externalidades negativas” de un modelo que supuestamente trajo abundancia se encuentran la baja utilización de mano de obra. Así se perdieron miles de empleos relacionados con otras actividades agropecuarias que, con el arrendamiento de los campos, dejaron de realizarse. Los alambrados, otrora símbolo de la Argentina moderna, comenzaron a caerse, las aguadas y los molinos a romperse y todo aquello que significara inversiones de capital que no estuvieran acordes con el nuevo modelo productivo a dejarse simplemente de lado. Con el tiempo, los nuevos rentistas pasaron a depender directamente de sus nuevos amos los pools de siembra, ya  que la obsolescencia de todos los elementos que antes usaban para producir hizo que el costo de oportunidad para volver a ponerse en marcha se volviera cada vez más alto. Pero la renta aún funcionaba. Para los nuevos rentistas y para el Gobierno que por entonces había implementado la Asignación Universal por Hijo.



Paradójicamente esta medida de inclusión, que a todas luces trajo un poco de justicia en una sociedad donde esta palabra se usa y se interpreta con un grado de polisemia inigualable, en los pueblos del interior generó una contradicción y un encono entre dos nuevos grupos sociales muy difícil de zanjar. Según la visión de los nuevos rentistas de la soja, los pobres no trabajaban porque vivían de los planes. Estos planes eran financiados por la soja que se producía en sus tierras. Y eso era imperdonable. Lo que difícilmente se dijera era que ellos usufructuaban la tierra, pero tampoco ponían en juego su pellejo o su capital en labor alguna. Quizás, la dificultad de resolver esta contradicción fue la que puso fin al kirchenrismo. Claro que hubo una complicidad abierta de los grandes medios de comunicación que ponían a unos como los abanderados del trabajo y a otros como si encarnaran el espíritu que Sarmiento quiso darle al gaucho. El resultado fue que, con el abierto apoyo de la población de la pampa gringa, en los momentos en que los precios de la soja se desplomaron, se instauró un nuevo gobierno. Y, en una nueva paradoja, ese nuevo gobierno vino a profundizar la estética de la soja.



Estética verde oscuro



Razones no faltan. Entre los supuestas bases discursivas del gobierno de Mauricio Macri está el eterno (?) mito de la mano invisible y su confianza en las decisiones y voluntades individuales. ¿Es que no habían sido las voluntades individuales de los empresarios como Grobocopatel los que habían logrado el reverdecimiento de la Argentina? Incluso en apariencia habían logrado doblegar aquel espíritu contemplativo inmanente en la llanura que atrapaba incluso a los espíritus de los gringos y del que tanto hablaron Scalabrini Otiz o Martínez Estrada. Las ciudades de la llanura pampeana, volvieron a florecer. Retomaron su tinte europeo, tan valorado por las oligarquías nacionales, en algunos de sus  barrios. Externalidades como la desocupación en los pequeños pueblos, la contaminación ambiental, los riesgos para la salud o el empobrecimiento de los suelos quedaban bien lejos. Entonces mo podía haber un Rey Midas más venerado que aquel que hubiese logrado cambiar el uso del tiempo y desenmarañar las vicisitudes pampeanas. Un rey que con la tecnología de las multinacionales norteamericanas había logrado una especie de primarización del fordismo. Y el gobierno de Mauricio Macri vino a garantizar ese estado de cosas.



¿Yuyos o empleados?



Pero volvamos a la noción de yuyo. Según el INTA la palabra yuyo  proviene del quechua yuyu, que se utiliza como sinónimo de hortalizas-En el Perú, por ejemplo, se aplica a las hierbas tiernas y comestibles. Claro que la soja no es un yuyo, en el sentido de la definición sino más bien una leguminosa que se cultiva desde hace miles de años. La definición de yuyo, en el sentido que se le da en  la Argentina, tendría más que ver con lo que la agricultura occidental llama malezas. Y para la agricultura occidental son malezas todas aquellas especies biológicas que compiten con los ocho o diez cultivos ponderados y cultivados a lo largo y ancho del mundo y que no casualmente en los últimos cincuenta años se han convertido en nuestra base de alimentación sin importar historias o culturas.



La noción de maleza puede aplicársele a la quinoa, que aún hoy es combatida en muchos espacios de la llanura pampeana. Los españoles llegaron a cortar las manos de quien la cultivara porque le atribuían propiedades demoníacas. Base de la alimentación de los antiguos pueblos andinos, su revalorización aún camina en contra de prácticas culturales diezmadas y despreciadas por siglos. Es que la sesgada visión de la agricultura occidental, exacerbada por la producción intensiva de cereales, considera malezas a todo aquello que no sea cultivo. Es decir, considera malezas al 99 por ciento de los vegetales que crecen sobre la faz de la tierra. Y que como “malezas” son dignas de ser exterminadas. Los mejores aliados para el exterminio de esas malezas en las últimas cuatro o cinco décadas salieron de los laboratorios de multinacionales como Monsanto. Así, además de dominar el tiempo en los espacios rurales, con el nuevo modelo productivo se logró una uniformización del paisaje. Ya no hay “malezas” a la vista. La “inteligencia” y la “sabiduría” del hombre logró eliminarlas. Es el tiempo de la estética verde oscuro. Sólo soja. Miles de kilómetros sin bosques, sin malezas ni nada que se pueda interponer en nuestra “noble lucha” contra las profecías malthusianas. Poco importa que miles de esas supuestas malezas sean una posibilidad de diversificar nuestra alimentación. Es que en la eliminación de la soberanía alimentaria de cada uno de los pueblos del mundo está la peor, más flagrante y sutil de las dominaciones.



Amparado en las célebres profecías de Malthus, un embusteo disfrazado de gurú de la política latinoamericana llamado Jaime Durán Barba inventó una nueva utopía llamada “pobreza cero”. La nula elaboración científica del postulado cae por su propio peso con sólo pronunciar su nombre que refiere directamente a las políticas de “tolerancia cero” que Ruldoph Giulliani implementó en Nueva York para supuestamente luchar contra la violencia y el narcotráfico. Aquella teoría estaba emparentada con la vieja noción de la agricultura occidental de las malezas. No había que dejar que las malezas crecieran. Y malezas eran consideradas todas aquellas personas que no respondieran al patrón occidental y sobre todo norteamericano de la moral y de las buenas costumbres. Pero claro, se aplicaban sobre los hombres. Los distintos. La otredad. Después llegaron los Bush para extender la teoría propia del nazismo a todo el planeta.



Es imposible definir seriamente el concepto de pobreza cero y mucho menos llegar a ese ideal con  la aplicación de políticas responsables y de inclusión. Pero como slogan sirvió. La página de Monsanto en Argentina no utiliza la palabra veneno. Sin embargo a nadie en su sano juicio se le ocurriría tomar o comer cualquiera de los productos que la empresa ofrece para su aplicación en la agricultura.



La pobreza cero y la lucha contra la supuesta lucha contra la inflación sirvieron y sirven al gobierno de Mauricio Macri para ocultar sus verdaderos objetivos: aplicar un plan de reprimarización de la economía argentina basada en los principios del neoliberalismo. Mientras tanto, día a día, estos elementos elementos discursivos se conjugan con aquellos que hablan de la supuesta reconciliación nacional y las medidas para paliar la “tremenda herencia que dejó el kirchnerismo”. Su objetivo es ocultar el desguase masivo del Estado y las políticas neoliberales que arrasan con derechos sociales de la misma manera que las topadoras de los afiliados a Apresid lo hicieron con los bosques del norte argentino, del sur brasileño y de Paraguay bajo el supuesto de cuidar el suelo.



En menos de tres meses de la gestión Macri se cuentan por decenas de miles los despedidos en el Estado. Para ello se utiliza la misma lógica de la agricultura occidental en relación a las malezas. Primero se les da un nombre y se les atribuye una función negativa. En este caso se eligió llamarlos ñoquis. Entonces, en pos de la eficiencia en la gestión, bajar la inflación, lograr la pobreza cero y otras tantas frases vacías de contenido, se deja a miles de familias sin sustento económico. Total son malezas. O son vietnamitas. Que caigan algunos soldados propios son apenas externalidades previstas en una “guerra” contra la corrupción y la ineficiencia.



El buen CEO



La irrupción de los CEO (Chief Executive Officer o director ejecutivo) trajo nuevamente al centro de la escena a la eficiencia. Decenas de exgerentes de empresas multinacionales pasaron a ocupar cargos de importancia en la gestión del Estado. Ahora, cuales son según algunos sitios especializados las características de un buen CEO: tiene gran seguridad y control de sí mismo, ser tenaz, mejora continuamente, ser honesto y ético, debe pensar antes de hablar, ser original y modesto en público, aunque viene bien ser “un poco salvaje y agalludo”. Pero por sobre todas las cosas deber ser gracioso, bueno contando historias, hacer un poco de teatro, ser agradable, directo en la comunicación y, sin dudas, ser competitivo.



Es que es la competencia el motor de cualquier director ejecutivo de una empresa capitalista donde el objetivo principal es maximizar ganancias. Es decir, lograr los mejores resultados con la utilización de la menor cantidad de recursos. Y en relación a los recursos humanos, esa maximización de los resultados tendrá que ver con la utilización de los mejores en cada puesto al menor costo posible. Así un CEO puede definir que aquellos que no están capacitados o que no tienen el perfil adecuado para permanecer en una empresa dejen sus puestos. No es un problema que le concierna al CEO cuál es el destino de esa persona. O bien puede ir a formar parte de otra empresa o a engrosar la lista de desocupados. Es decir, es el Estado y no la empresa la que se va a hacer cargo de aquellos que no están calificados para la “eficiencia”, de las externalidades necesarias para la eficiencia y la maximización. Del mismo modo, si una empresa como Barrick Gold necesariamente produce desechos como el cianuro al extraer oro, la práctica indica que será el Estado el que se haga cargo, en última instancia, y la sociedad toda con la degradación del medio ambiente, de esos desechos. Maximizar ganancias, socializar pérdidas. Ese es el régimen del capitalismo global.



Final amarillo



Ahora bien, ¿cómo se aplica la lógica de un CEO al frente del Estado? ¿El Estado tiene que necesariamente maximizar ganancias y socializar pérdidas? ¿De qué manera es posible socializarlas? La mejor explicación a esta última pregunta fue dada durante la nefasta dictadura militar. El entonces gobernador de Tucumán Domingo Bussi creyó que la forma de terminar con los pobres en su provincia era llevarlos en avión a Catamarca. Ocultar las externalidades, como Monsanto o Barrick. Esta lógica fue también aplicada por gobiernos democráticos recientemente. Por ejemplo, el ex precandidato a presidente, José Manuel de la Sota, trasladó a miles de personas que vivían en villas miserias cercanas al centro de la ciudad de Córdoba a ciudades del Gran Córdoba, logrando que, al menos en el centro los pobres no se vieran. Pero empezaron a llegar pobres desde los barrios, entonces aplicó el famoso código de convivencia por la cual cualquier policía tiene atribuciones de detener a una persona durante 48 horas en “averiguación de antecedentes”. Cabe entonces preguntarse si la aplicación de los principios de la agricultura occidental en relación a los empleados estatales, que no implica la muerte por fumigación como pasó en Vietnam,  pero si un costo social altísimo con miles de familias fuera del sistema productivo y de consumo, devendrá en un traslado a lugares remotos como el Salar de Uyuni en Bolivia o se buscará una solución más cercana a otras ciencias humanas, que puedan incluir a cada una de las personas de esta sociedad.



El problema es que, a lo largo de la historia argentina, salvo dolorosísimas excepciones, mientras las batallas políticas se libraron en Buenos Aires, las batallas reales a sangre y fuego se dieron en las provincias. Las externalidades de las políticas siempre golpearon en los lugares donde habita el silencio. Un ejemplo de ello fue la Guerra del Paraguay. Millones de paraguayos fueron masacrados para salvaguardar los intereses de las elites porteñas y la ciudad aún no se enteró. Sin embargo, la antropofagia flagrante de la que se nutre el poder en nuestro país llevó a la ciudad puerto una de sus peores tragedias.. Los vencedores de la absurda guerra tiraban los cadáveres de los vencidos a los ríos Paraná y Uruguay a fin de contaminar las aguas del litoral donde los paraguayos contaban con el apoyo de algunos caudillos locales. Esa contaminación, sin embargo, llegó a Buenos Aires. Y causó la epidemia de la fiebre amarilla que mató a miles de personas, sobre todo en el sur de la ciudad. La enfermedad fue tan agresiva que reconfiguró la ciudad. Las familias ricas dejaron sus casonas en el sur para trasladarse al norte, escapando de la fiebre. Años más tarde esas casonas fueron ocupadas por pobres e inmigrantes que en 1945 irrumpieron en Plaza de Mayo para ayudar a la muerte de un viejo sistema político de prebendas y connivencias. Podríamos decir saltando algunos casilleros que el 17 de octubre es el resultado del espíritu sanguinario y cruel del general Mitre. Desde el sur llegaron los descamisados para meter sus patas en la fuente.



Los agrotóxicos mientras tanto siguen contaminando aguas y tierras en todo el país. Sin embargo las elites hacen como si esas aguas nunca fueran a llegar al río gris. Mientras tanto, a lo largo y ancho de la patria se vive otra fiebre amarilla. Una fiebre amarilla que esconde el discurso falso de la estética verde oscuro. El discurso de la soja. La estética de la soja. Habría que recordar ahora que cuando la soja madura se vuelve amarilla. Todo el campo muda a un amarillo mortal. Nada queda vivo. Es de esperar que quienes gobiernan, además de virtudes de CEOS, en algún momento adquieran dotes de estadistas y puedan prevenir que ese amarillo de muerte. Y que si bien toda fiebre amarilla puede desembocar en una plaza como aquella de 1945, deberíamos haber aprendido algo de nuestra historia y esta vez no permitir muertes de inocentes como corolario de un final feliz (¿?).










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